Cuando me enteré que se había muerto mi
tío Román “el gallego” me puse como loco de contento. Imagínense, me había
dejado en herencia algo de plata y lo mejor, una casa en España, sí, en la vieja
Europa. Así que decidí irme… las cosas estaban tan mal acá. ¡Qué demonios! No
iba a llorar al tío Román al que nunca conocí. Escribía a mis padres del día de
los aniversarios. Hasta que desaparecieron; unas botas, unos bigotes se los
tragaron. Los esperé con mis tías en la Plaza de Mayo.
Llegó el día que les tuve que decir que me
iba a ellas, a mis amigos del barrio, a las calles, al estadio, a las minas, al
país… a todo. Un duende me silbaba desde adentro y gritaba ¡No seas huevón! ¡Quédate!
Que vas a hacer sin mi si no has salido apenas de esta cuadra a no ser para ir
al cine con esa chica de los Pereira.
Pero todo estaba decidido. Me fui en avión.
Se que no me despedí de todo el mundo pero temía que si no igual no me iba
nunca. La solución no ofrecía disyuntiva. Así que pasé el último día de mi
antigua vida tomando mate y escribiendo cartas en un hostal cercano a Plaza
Francia.
Llegué un jueves por la tarde de un frío
Noviembre al aeropuerto de Barcelona. Pasé la noche en un hotelito barato
cercano al puerto. De la cuidad sólo recuerdo a Colón apuntando al lugar de
donde yo venía, nunca supe si fue un buen o mal augurio o simplemente una
invitación a la nostalgia, me puse meditativo… triste. La meditación sólo fue
un momento mientras comía los dos sándwich que había comprado en el aeropuerto.
La tristeza fue más larga. Llego hasta el sueño.
A primera hora de la mañana fui a la
estación a coger el primer tren que fuera a Zaragoza, allí estaba la casa del
tito Román. El tren vino con tres minutos de retraso. Me senté al lado de la
ventana para ver el paisaje pero pronto me quede dormido.
Me desperté al oír llorar a una niña, el
pececito que llevaba metido en un tuperware había saltado y recoleteaba en el
cuero negro de mis zapatos. Tremendamente sorprendido me agaché a cogerlo pero
resbalo de mis manos y fue a parar debajo de mi asiento. El pez era de colores…
la niña no paraba de llorar. La madre no estaba, se habría ido a mear. Me
agaché, lo cogí, al salir me di con un hierro en la cabeza, de verdad que aún
llevo la marca del hierro en la cabeza. A estas alturas todo el vagón estaba de
pie para ver que pasaba, hasta el revisor había acudido alarmado. Extendí mi
mano y el pez todavía coleteaba. La niña lo cogió y lo devolvió al tuperware,
sólo en ese momento paró de llorar. Llego la madre corriendo mientras todos los
pasajeros volvían sonrientes a sus asientos.
La niña explicó a la madre mi actuación
dándole unos tintes heroicos que ni Homero en su día utlizara con Héctor. La
madre en recompensa me dio una bolsita de buñuelos. Lo agradecí de veras, no
había probado bocado desde los dos sándwich fríos del aeropuerto y un cortado
de máquina de la estación. Claro que yo no sabía que vainas era un buñuelo. Me
sentía como un explorador al encontrar un tesoro de las pirámides. Los buñuelos
tenían buena pinta, estaban hechos de bollo y rellenos de nata por dentro. Eran
un poco pringosos. Tomé uno, le quité la primera capa bollecina. Sumergí la
lengua en la nata, luego la conduje hacia en interior de la boca aplastándola
contra el paladar. ¡Dios mío! Que momento de clímax, de éxtasis. Parecía como
si estuviera comiéndole la concha a la Isidora, la del colectivo, aquella tarde
de Junio… hace ya algún tiempo. Luego me lleve a la boca el trozo de bollo
restante y rebañé dentro de la boca aquél néctar blanco. Cuando terminé la niña
reía porque me había salido un bigote blanco. Me apresuré a limpiarlo con mi
pañuelo y el dorso de la mano. Trabamos una conversación que empecé yo al
elogiar aquella dulce experiencia de los buñuelos, así empezamos luego por
hablar de gastronomía, ciudades, ritos y mitos. Luego ellas también me
preguntaron cosas de allá. Me puse un poco triste pero a la vez alegre de
contarles como se ve el mundo desde el otro lado del charco. Se bajaron poco
después, en Fraga. Antes de apearse la niña dijo que si me había gustado los
buñuelos tenía que probar la coca de Fraga.
Le contesté que de donde venía ya había
demasiada coca. La madre me hecho una mirada de sorpresa, de miedo y se apeo
con la chiquilla. Evidentemente yo no sabía que era un dulce típico de la
ciudad, pero sabía que la había cagado muy mucho. Hasta que la chica que estaba
sentada atrás me lo explicó todo.
-
Vos sabés lo que digo ¿no?
No contestó nada, solo reía y me miraba
-
Oye, ya déjate de reírte. Soy extranjero, que
diablos sabía que aquí la coca era un dulce típico.
-
Me llamo Amanda (dijo mientras sus labio
acariciaban mi mejilla izquierda)
-
Yo Carmelo (dije un poco nervioso. No se había
pasado todavía el gusto del buñuelo, ni el recuerdo de la Isidora… además la Amanda
estaba bien linda detrás de su jersey…)
Empezamos a hablar. Me dijo que estudia en
Barna periodismo pero que en realidad era de Zaragoza y volvía a ver a los
suyos.
Comencé a tener una comunión de almas con
ella. Me pregunto de donde era y que hacía. Le contesté que las cosas estaban
muy mal allá y que me quedaban sólo dos meses para sacarme el título de
tipógrafo pero que venía a España a recoger una herencia y a afincarme por no
sé cuanto tiempo. Era verdad, no sé cuanto tiempo me iba a quedar, pero me
estaba empezando a gustar el nuevo ambiente… las nuevas mujeres.
Lo de tipógrafo dio lugar a una
conversación muy larga y luego también hablamos de mil temas. De cine, le dije
que por Julio Medem era por lo que más conocía España. También hablamos de
literatura sobre García Marquéz. Ella me recomendó a José Saramago. El
evangelio según el profeta, o algo así me parece que dijo, y La balsa de
piedra, recreaba la imaginaria separación de la Península Ibérica del resto del
continente europeo. Yo le hablé de Roberto Arlt, me extrañaba que no lo
conociera, era tan lista… tan guapa. Los siete locos y Juguete rabioso le
recomendé. De música hablamos de Calamaro, que también le gustaba a ella, de
Sabina. Teníamos gustos muy parecidos. Ella me dijo que tenía que escuchar a
Bunbury que era de Zaragoza y yo le hable de Charly García y Fito Paez que eran
de mi tierra.
La conversación terminó con una voz
metálica y sorda que dijo: próxima estación, Zaragoza. Le pregunté que dónde
estaba el juzgado y se ofreció a acompañarme… con todo lo cargada que iba. Yo
solo llevaba una maleta con mis cosas, algunos libros, ropa, un par de zapatos
viejos, unos cuantos pesos que ahorré y que tenía que cambiar (se me olvidó
hacerlo antes de partir) y el cartón de tabaco que me dio José Luis.
Cogimos un taxi que pago ella. Se lo
agradecí, le prometí que se lo devolvería en cuanto hiciese el cambio de
divisa. En el juzgado nos hicieron esperar un poco, al final me dieron 2000
euros y las llaves de la casa que se encontraba en la calle Maestro Estremiana,
pregunté dónde estaba aquello, ella me dijo que lo sabía que estaba al lado de
su antiguo colegio. La invité a venir. Aceptó.
Era una casa añeja, no tenía ascensor. El
piso era el 2º Izquierda. Entramos. Estaba todo amueblado. Desde la ventana se
veía a lo lejos un parque, me dijo que se llamaba el parque Pignatelli. Que
cerca había una iglesia que era territorio italiano y que en cada ladrillo
figuraba el nombre de los soldados italianos caídos en la guerra civil española,
sólo los del bando fascista claro. Días más tarde fui a verla. Exactamente
arriba de la entrada principal ponía con grandes letras doradas: SACRARIO
MILITARE ITALIANO.
Así que esta es la casa del tito Román
(dije)
Tenía dos dormitorios, salón, cocina y un
baño. Volví al salón, tenía un televisor sin mando a distancia.
En la cocina había un jamón. La nevera
estaba más o menos llena: un poco de queso, pan más duro que una piedra que no
me quedó más remedio que tirar, leche entera y agriada, lechuga, cuatro huevos,
danones caducados. En la despensa había varias botellas de vino, por lo menos
una docena, legumbres, gaseosa La pitufa, tarros con almendras y latas de
conserva, sobretodo de caballa.
Le dije que si quería quedarse a cenar. Se
lo pedí por favor, estaba solo, me di cuenta de que la necesitaba y por encima
de eso que la amaba, que la deseaba. Ella volvió a aceptar, le dije que no era
muy buen cocinero y que encima no había pan. Así empecé a cortar un poco de
jamón en lonchas no con mucha suerte al principio, luego fui cogiendo el tino,
cada vez me salían las tiras más finas. Probé una, estaba realmente jugoso…
exquisito, aquél jamón. Decidí sacar una botella de vino y cortar unos trocitos
de aquél queso de Samper de Calanda que olía bastante honesto.
En la otra habitación ella había prendido
la tele y se oía su risa loca por toda la casa, me alegraba, me ensanchaba el
pecho, me hacía tilín el corazón. Echaban un programa de dos cómicos. Me dijo
que fuera que eran buenísimos. Cuando los vi los reconocí, los había visto
alguna vez por el canal internacional.
Saqué en un platito el jamón, en otro el
queso, dos vasitos y el vino. El abridor no lo encontré, tuve que hacer uso de
mi ingenio. Use la llave. Me salió mal, se metió el corcho para dentro, al hacerlo
salpicó encima del sofá del tío Román, a su jersey verde esmeralda, mi camisa
también se tiño de vino. Pedí perdón mil veces en un minuto. Ella me dijo que
no pasaba nada. Se quitó el jersey. Dos senos perfectos aparecieron en una
ceñida camiseta naranja. Algo se exaltó en mi pantalón mientras mi corazón
pedía algo que abrazar. Le acaricié la mejilla con una mano mientras que con la
otra le daba un trocito de jamón, luego mi mano fue bajando hasta acariciar su
seno izquierdo, la sangre galopaba en ese costado. Nos abrazamos, empezamos a
besarnos. Yo mordía sus labios rojos y carnosos. Me entregué, se entregó, nos
entregamos al amor. Se quito la ceñida camiseta dejando al esplendor aquellas
dos frutas prohibidas. Ella mientras desabotonaba mi camisa gris. Yo me
descalzaba con los pies y después le quite sus zapatillas marrones con mis pies
descalzos. Se tiró sobre mí la levante, volvimos a la posición original. Cogí
el vino, lo puse en mi boca y bebió, luego yo lo puse en la suya y también
bebí. Mientras mi mano se encaminó hacia su selvático tesoro. La desprendí de
sus vaqueros, ungí con el vino de mi boca sus braguitas mojadas y luego lo
tome… así… como se toma la primera comunión. Gemidos de placer, el plato de
queso volcó sobre una vieja alfombra con bordados de tigres. Ella metió su mano
en mis pantalones de pana, con ligeros movimientos de muñeca me llevaba a lo
infinito del deseo. Luego… sorbió un poquito de vino y llevó su lengüita mojada
hasta lo más púrpura de mi cuerpo y me hizo ver el cielo constelado con todas
sus estrellas… con todas sus lunas. Su melena rubia subía y bajaba con
movimientos armónicos. Levantó la cabeza. Me arrodillé junto a ella: nos
besamos, cogí la botella y pase el frío vidrio por sus senos. Luego lo fui
derramando por todo su cuerpo, poco a poco, deteniéndome en sus pezones de
fresa. Saboreándolos, rociándolos con mi saliva y con aquel rojizo y sagrado
líquido. Ella cogió trozos de jamón y los devoró en mi ombligo: nos tumbamos en
la alfombra, nos rodeamos de caricias, nos juntamos hasta lo más profundo…
Soñamos. Ambos debimos querer más pero dormimos. Yo no podía alejarme ya de su
melena dorada, de su mentón fino. Nos
sumimos en el profundo sueño. Sólo interrumpido por el silbato del
afilador a las 11 de la mañana.
Después del momento llegan los segundos,
los minutos, las horas, los meses, los calendarios… se fue, sólo me quedaron
los recuerdos, ansias de volverla a ver. Se perdió en la ciudad. No la vi más.
Encontré un trabajo vendiendo contratos de teléfonos por las casas con traje y
todo, pero no logro vender ni una escoba. Estoy tan solo y con esta angustia
que no pueden soportar mis 65 kilos. No sé qué, no se quién. Por favor quiero
volver, no sé adonde pero quiero volver. Sino terminaré por morderme el cuello,
justo ahí en la yugular, o a rasgar mis párpados con cuchillas de afeitar y los
tenedores mientras tanto aprenderán a horadar mis pupilas. Se me bebe el vino
todo el dinero, dentro de poco ya no tendré para comprar más.
A veces siento una alegría que no es alegría,
sólo digámoslo así una especie de tristeza dulzona. Cuando salgo del locutorio
de hablar con mis tías o con algún amigo. Me gusta oírles, son mi familia, mis
auténticos amigos. Recuerdo cosas que ya jamás podré llegar a olvidar. Me lleno
de melancolía, una melancolía muy fuerte. Después llega eso. Eso que hay dentro
de mi ser y que es como un pozo sin fondo y allí me tiro. Soy arrojado. Dentro
grito, que les hecho de menos, que quiero salir, que no te veo, que no creo,
que te quiero, que salgo a la calle y te busco pero no te encuentro, que entro
a bares llenos des gente extraña y me meo fuera de la taza en baños sin espejos
cubiertos de serrín.
En ocasiones a la vuelta del trabajo paso
por un instituto, enciendo un cigarrillo, las miro. Llego a casa, como:
salchichas cocidas, un vaso de vino, queso con membrillo. A veces pongo el
telediario. Me pongo triste. Voy a la cama que siempre está desecha, me sumerjo
entre las sábanas, fumo otro cigarrito, el paquete se está acabando. Sueño,
pienso en las nenas que vi a la salida del instituto. Recuerdo sus cabellos,
sus caras, sus ojos, también la recuerdo a ella. Estoy solo, nadie me mira, me
alivio, me masturbo poco a poco, hace rato que llegué ya a la erección. Me
calmo, sigo, me calmo, sigo, eyaculo, me corro, esta vez llego algo más arriba
del ombligo. Me duermo, sueño tranquilo, me despierto y vuelvo a llamar a casa.
A convencer a gente extraña que firmen contratos en los que yo no creo. Me
abren. No me abren. No está el titular de la cuenta. No puedo más, rompo el
boli y un contrato vacío. Mañana dejaré esta mierda de trabajo.
El día que deje el trabajo, dos semanas
después desde la última vez que escribí. Después de cobrar me fui a caminar y
llovía, llovía lánguidamente. Era una lluvia fina que atrapaba mi tristeza.
Camine por el Paseo Independencia, fui a mirar libros y me compré un CD de
Gardel. Escuché el acordeón de un hombre con bigote y con unos ojos profundos
hechos a las penas como acostumbrados a no encontrar… cansados de buscar.
Entré en un bar, me tomé cuatro cañas como
llaman aquí a las cervezas, fui a mear dos veces. Al salir por fin había parado
de llover pero los charcos empañaron los calcetines de mucha gente y seguían
mojando los zapatos. Me fije en un puesto en el que vendían castañas. Decidí comprar unas: establecí
conversación con la castañera. Era uruguaya. Morena, pelo negro, ojos negros…
calor en las manos. Dijo que yo era su último cliente, que la noche estaba
cerrada pero que si quería podía entrar.
Me metió dentro del puesto. Ella apagó el
fuego y debajo del pantalón el mío se encendió cuando ella se desabrochó la
camisa. Las castañas se cayeron del cucurucho del Heraldo de hace dos días que
ella misma me entregó. Me abrazó, nos dedicamos al juego del amor. Antes
dejamos las cosas claras, ninguno éramos inocentes, éramos culpables los dos.
Los mendigos pasaban la noche bajo cartones mientras el cierzo todo lo
denunciaba. Las paredes de madera parecían dispuestas a crujir cuando todo
explotó en mí allá dentro. Volvimos hablando. Me dijo que vivía con un amigo,
que ese era su último día de castañera, la temporada se acaba y bueno… tengo
dinero y buscaré suerte en otra parte. Me confesó que siempre había soñado
echar un polvo en su puesto de trabajo. Le conté lo de mi curro y le dije que también
yo lo había soñado. Sobre todo después de leer El cartero, de Bukowsky.
Después de lo de la castañera (no recuerdo
su nombre, dudo si me lo dijo) que no me dolió. Sólo me duele ella, la Amanda
buena. Me sumerjo en días de nihilismo total, que voy a hacer. No, no salgo.
Pfff, días. Dentro de poco ya no tendré ni un céntimo. La primavera no llega.
Cinco días encerrado en casa borracho ¡ay! Se acabó la comida, el vino y el
tabaco. Salgo, no espero nada, a la salida de un cine la veo. Me escondo. Corre
hacia el autobús, no lo coge, la llamo, grito para dentro. Amanda. Algo se nota
en el exterior. La he llamado: vuelve su cabecita, con su melena rubia. Me doy
cuenta que se ha cortado el pelo, se ha
ruborizado. Yo también me he puesto rojo. Nos saludamos. Quien habla primero.
El silencio contesta. Me mira, me coge de la mano, yo le beso la frente. Me
pregunta que tal todo. Yo no miento ni digo la verdad. Sólo murmullo que voy
tirando. Le pregunto si tiene prisa porque la vi corriendo al autobús. Aún jadea
por el esfuerzo, su pecho lo delata. Lleva una cazadora de pana y unas botas a
juego.
Dice que me tiene que contar muchas cosas.
La convido a tomar un café. Acepta por tercera vez. No canta ningún gallo. Es
de noche, son las nueve y diez. Habla ella. Estamos ya dentro del café.
Enciende un cigarrillo, un Nobel. Empieza a hablar, se disculpa. Yo me callo,
dejo hablar. Dice que siente no haber vuelto a pasar por casa ni dar por lo
menos señales de vida. Quiero decir algo. No puedo. Ella parece estar dolida de
verdad. Me mira a los ojos. Vuelve a pedir perdón. No digo nada, sólo soy una
piedra que tiembla. Ahora dice que tiene, un novio, antes que tenía. Cojo una
servilleta y empiezo a jugar con ella, nos traen los cafés. Silencio. Luego
vuelve a empezar. Cojo sus manos con mi diestra impura y le digo. Basta. El que
se excusa se acusa, Fuimos libres pero yo ya estoy preso para… por ti. Si
quieres venir conmigo ven, pero no a mi casa o aun parquecito, simplemente ven.
Después le cuento que me queda poca pasta,
que he sido más alcohol que simple borracho… que estoy solo. Que lo dejaría
todo por ella y volvería a trabajar aunque fuera en esa mierda de curro. El
café aún está intacto en las tazas. Nos volvemos a mirar. Nos pedimos justicia,
nos pedimos tiempo, nos pedimos perdón. ¡Quién fuera abogado versado en las
leyes del amor! Habla, dice que la carrera le va mal, que en casa el horno no
está para bollos, que lo dejó con el otro…
La miro, está triste, angustiada. Hago una
gracia: parecemos Love Store. Se ríe. Algo flota adentro mío. Otra vez esa
risa. La quiero. Sorbe el café. Me enciendo el cigarro. Me explico, no me
entiendo. Ella me comprende.
Bebemos el café. Dice que vuelve para
casa. Mañana quedamos, dice: es primavera, lo anuncia el Corte Inglés le digo
yo intentando ser gracioso. Me dice que nos vemos. Le digo que se quede. Ella
dice que no puede. Me vuelvo brusco de repente, apreto su muñeca. Pasa de largo
el autobús. Le pido perdón, le suplico que me perdone. Soy como un niño… te
necesito, le susurro. Me besa, me acaricia, me mima. Mañana por fin será mejor.
Espero que para ella. Espero que para mí. Espero que sea lo mejor para los dos.
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